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Adivíname: nueve sílabas…, Sylvia Plath

  Adivíname: nueve sílabas… Adivíname: nueve sílabas tengo, elefante, casa grande, melón con solo dos tentáculos. ¡Oh fruta, marfil, leño fino! Dinero nuevo en este bolso. Soy medio, escena, vaca grávida. Comí muchas manzanas verdes. Del tren en que voy nadie baja. Sylvia Plath Más poemas de Sylvia Plath
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Arañas, Zinaida Gippius

  Arañas Estoy en este mundo en una celda, baja y estrecha, y en cada una de las esquinas hay cuatro laboriosas arañas. Son hábiles, gordas y sucias, tejen, tejen y tejen… No cesa su trabajo monótono y horrible. Hicieron de cuatro telarañas una sola y enorme. Miro como se mueven en el polvo hediondo y sombrío. Mis ojos yacen debajo de la telaraña, gris, suave y pegajosa. Están contentas con su bestial alegría, las cuatro arañas gordas. Zinaida Gippius Más poemas de Zinaída Gippíus

Rima I: Yo sé un himno gigante y extraño, Gustavo Adolfo Bécquer

Rima I: Yo sé un himno gigante y extraño Gustavo Adolfo Bécquer Yo sé un himno gigante y extraño que anuncia en la noche del alma una aurora, y estas páginas son de ese himno cadencias que el aire dilata en las sombras. Yo quisiera escribirlo, del hombre domando el rebelde, mezquino idioma, con palabras que fuesen a un tiempo suspiros y risas, colores y notas. Pero en vano es luchar; que no hay cifra capaz de encerrarlo, y apenas ¡oh, hermosa! si, teniendo en mis manos las tuyas, pudiera, al oído, contártelo a solas. Gustavo Adolfo Bécquer   Más poemas de  Gustavo Adolfo Bécquer

A la Rusia bizantina…, Pita Amor poema

  A la Rusia bizantina… Guadalupe “Pita” Amor A la Rusia bizantina y al zar de todas las rusias y de todas las angustias A la zarina divina y a esa cámara asesina A Rasputín el morado Al Kremlin envenenado A la duquesa Anastasia A la Siberia en desgracia y a Lenin, puro y sagrado Pita Amor Más poemas de Pita Amor

¿Acaso fue en un marco de ilusión…?, Delmira Agustini

  ¿Acaso fue en un marco de ilusión…? Delmira Agustini ¿Acaso fue en un marco de ilusión, En el profundo espejo del deseo, O fue divina y simplemente en vida Que yo te vi velar mi sueño la otra noche? En mi alcoba agrandada de soledad y miedo, Taciturno a mi lado apareciste Como un hongo gigante, muerto y vivo, Brotado en los rincones de las noches Húmedos de silencio, Y engrasados de sombra y soledad. Te inclinabas a mí supremamente, Como a la copa de cristal de un lago Sobre el mantel de fuego del desierto; Te inclinabas a mí, como un enfermo De la vida a los opios infalibles Y a las vendas de piedra de la Muerte; Te inclinabas a mí como el creyente A la oblea de cielo de la hostia… —Gota de nieve con sabor de estrellas Que alimenta los lirios de la Carne, Chispa de Dios que estrella los espíritus—. Te inclinabas a mí como el gran sauce De la Melancolía A las hondas lagunas del silencio; Te inclinabas a mí como la torre De mármol del Orgullo, Minada por un monstruo de tristeza, A...

¿Cuánta tierra necesita un hombre?, León Tolstói

  ¿Cuánta tierra necesita un hombre? León Tolstói Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.” Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad. “Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.” Así que decidió hablar con su esposa. -Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar ...

El primer milagro, Azorín

  El primer milagro Azorín La tarde va declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como si fuera una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está sobre la mesa. El anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen hundidos. Los últimos fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya sólo se escurre una débil y difusa claridad. Las monedas vuelven a la recia y sólida arca. El anciano cierra la puerta con un cerrojo, con dos, con una armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento, por la angosta escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del pueblo; se halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índice –el de la mano derecha- pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un corredor ha visto el viejo una pue...

2 de la tarde, cuento de Inés Arredondo

  2 de la tarde Inés Arredondo  A Inés Segovia Esperaba el camión en la esquina de siempre. Mirando los edificios mugrientos, la gente desesperada que se golpea y se insulta, el acoso de los autos, se vio solo y el hambre que sentía se transformó en rabia. Pensó en lo que tardaría aún en llegar a su casa, por culpa de todos aquellos idiotas que se atravesaban por todas partes y no dejaban lugar en el camión que él necesitaba tomar. Tuvo, como siempre, el deseo preciso de volverse y romperle la cara al que fuera pasando: era un día igual a todos, las 2 de la tarde de un día cualquiera. Hacía un buen rato que estaba allí parado, sintiendo arder el pavimento a través de las suelas gastadas de sus zapatos, cuando llegó la muchacha. La revisó como a todas las mujeres, del tobillo al cuello, con procaz aburrimiento. No era su tipo. El calor, el vaho sofocante de los millones de cuerpos apretujados, el cemento requemado… si al menos pudiera quitarse el saco; se abanicó con el periódi...

Accidentado paseo a Moka, cuento de Roberto Arlt

  Accidentado paseo a Moka Roberto Arlt Cuando el “Caballo Verde” salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia: -¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo! Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó: -Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía. Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba...